Me encuentro preparando unas charlas sobre el desarrollo de la afectividad y cómo logramos una madurez afectiva traducida en una capacidad de “amar bien”, sabiendo que solo se logra si vivimos nuestros sentimientos con libertad y paz interior. El post del P. Antonio Mas, me llevó a Ma. Magdalena, a quién Jesús eligió como apóstol de los apóstoles, sin duda por su inmensa capacidad de amar. No me extraña que Teresa, otra capitana del amor, la haya tomado como ejemplo de amor a Él.
En esta “cultura” del consumo, que da preferencia a la satisfacción instantánea, a los resultados que no requieren esfuerzos prolongados, recetas fáciles, a la satisfacción personal “si no queda satisfecho, le devolvemos lo suyo”, corremos el riesgo que la experiencia amorosa, que nuestras relaciones con los demás, entren en estas categorías.
El mensaje de morir al yo egoísta y abrirnos a vivir para otros/Otro, hoy puede sonar contradictorio, disonante. Impera el que si no nos amamos a nosotros no podemos amar a los demás; esto ha calado hondo, pero nos quedamos en el “a nosotros”. Esto nos lleva a cultivar el individualismo, sin apertura, ahogado y ahogándonos en el amor a nosotros mismo, en hacer lo “que nos pide el cuerpo”.
Frente a esto, y desde una perspectiva cristiana Dios no se escandaliza de nosotros, al contrario se ofrece a acompañarnos. Desde el amor que recibimos de Él, nos va preparando poco a poco para darlo, para darnos. El sabernos amados, es para que amemos, integrando nuestra realidad, la que sea en este momento.
En el Vejamen 6, cuando Teresa le dice a San Juan de la Cruz, “¡Caro costaría si no pudiésemos buscar a Dios sino cuando estuviésemos muertos al mundo! No lo estaba la Magdalena, ni la samaritana, ni la cananea cuando le hallaron.
También trata mucho de hacerse una misma cosa con Dios en unión; y cuando esto viene a ser, y Dios hace esta merced al alma, no dirá que le busque, pues ya le ha hallado”. Es un mensaje a todos nosotros. No necesitamos ser perfectos. No tenemos que ahogar nuestra naturaleza, ni negarla, sino integrarla y darnos por entero.
Al ser conscientes de ese amor, los suyo es que lo vivamos y expresemos humanamente en palabras, gestos, hechos, dándole una visibilidad que remita a su origen.
Teresa, la Magdalena, Jesús mismo, nos invitan a entrar en esa dimensión, aunque lo más probable sea que no lleguemos a captar todo el misterio. Lo que sí nos dicen es que sumergirnos en Dios nos hace sumergirnos más en las personas, que el amor exige una inmersión en el mundo del prójimo.
“Quienes de veras aman a Dios, todo lo bueno aman, todo lo bueno quieren, (…) con los buenos se juntan siempre y los favorecen y defienden” (C40, 3). Pasar de un amor que nos cautiva y encierra, a un amor liberador es nuestro compromiso.
En la película (2018) que lleva su nombre, María Magdalena le dice a los discípulos luego que se le aparece Jesús resucitado: “El mundo cambiará cuando cambiemos nosotros”. Es tiempo de cambiar, de intentar ser esa traducción humana del amor divino. Que esa sea la señal. En Teresa tenemos una excelente maestra.
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