(José Pedro Tosaus es un amigo especialista en Biblia. En su escrito nos da unas pistas preciosas que nos servirán para nuestra vida y para entender mejor a santa Teresa de Jesús. Agradezco mucho su disponibilidad y ayuda)
Conocer la Biblia es una necesidad para el cristiano, pues sólo la Palabra de Dios aviva y hace crecer la fe. Pero muchos creyentes sienten que la Sagrada Escritura es como una selva inmensa: llena, sí, de lugares maravillosos y únicos, pero inabarcable. Y, desalentados por la magnitud de la empresa, y por no saber siquiera cómo darle comienzo, acaban desistiendo de acometerla.
Para evitar esta penosa situación, puede resultar útil una breve visión panorámica, a vista de pájaro, de esta selva grandiosa que es la Biblia.
Por eso me propongo destacar algunas grandes constantes, o líneas de fuerza, que atraviesan la Biblia entera (lo cual da idea de su importancia y valor) y que sin duda enriquecerán nuestra vida de fe.
El jardín y la ciudad
Hay una llamativa correspondencia entre el comienzo del primer libro de la Biblia (el Génesis) y el final del último (el Apocalipsis). En el Génesis encontramos el jardín del Edén, a donde Dios bajaba al atardecer para pasear con su amigo el ser humano (Gn 3,8-10). En el Apocalipsis aparece una ciudad, la Jerusalén celestial, que también incluye un gran jardín semejante al Edén y donde Dios y su pueblo habitan juntos y en paz (Ap 22,1-2; 21,3).
Sabemos que, desde ese principio contado en el Génesis, la relación entre Dios y el ser humano había quedado dañada debido al pecado. Sin embargo, al final del Apocalipsis, todo aparece restablecido y mejorado: la presencia de Dios en medio de su pueblo en la ciudad santa reproduce, y lleva a su perfección, la relación de amistad que conllevaba la visita cotidiana que Dios hacía al ser humano en el jardín del Edén.
Un texto del libro del Apocalipsis indica, con un lenguaje misterioso, que la Jerusalén celestial está en continuidad con toda una línea de pensamiento bíblico, según la cual el propósito de Dios y de todo su acercamiento al ser humano es precisamente ése: crear entre ambos una relación de intimidad expresada por el símbolo del espacio cerrado compartido (sea éste el jardín del Edén o la ciudad amurallada de la Jerusalén bajada del cielo).
El texto al que me refiero es Ap 21,16b: “Y midió la ciudad con la caña: doce mil estadios; su longitud, anchura y altura son iguales”. Hablo de lenguaje misterioso porque, si intentamos imaginar una ciudad cuya altura, longitud y anchura sean iguales, lo que visualizamos resulta chocante: ¡un cubo! ¿Acaso puede existir una ciudad cúbica?
Como muy a menudo en el Apocalipsis, estamos ante una alusión simbólica. En la Biblia sólo aparece una construcción de la que se dice explícitamente que es cúbica: el Santo de los Santos, la parte más importante e interior del Templo de Jerusalén (2 Cró 3,8-14; Ez 41,3-4), que se construyó con las dimensiones de la parte más interior de la Tienda del Encuentro, que desempeñaba su misma función para el pueblo durante el período del éxodo entre Egipto y la Tierra Prometida (Éx 33,7-11). Se trataba de una estructura cúbica de 10 metros de lado (1 Re 6,20), donde se guardaba el Arca de la Alianza y en la que sólo podía entrar, una vez al año, el sumo sacerdote (Heb 9,1-7).
¿Qué significa tal identificación simbólica de la Jerusalén celestial con el Santo de los Santos del templo de Jerusalén y de la Tienda del Encuentro? No es que la ciudad se haya convertido en templo (pues en Ap 21,22 se dice que en esa ciudad no hay santuario), sino que el Templo se ha convertido en ciudad: en ésta se hace realidad plena y definitiva lo que el Santo de los Santos prefiguraba y anunciaba. ¿Y qué es eso que anunciaba? Que Dios y el pueblo habitarían juntos compartiendo la misma vida. No otra cosa significa la fórmula de la Alianza que se retoma, no por casualidad, en ese mismo contexto del Apocalipsis: “Ellos serán mi pueblo, y yo seré su Dios” (Ap 21,3).
Alianza y Ley, reyes y profetas
La fórmula que acabo de mencionar nos lleva a otra de las grandes líneas de fuerza de la Biblia: la de la Alianza.
Hablando con propiedad, tendríamos que hablar de “alianzas”, en plural. La primera fue la que Dios estableció con Abraham prometiéndole un gran pueblo como descendencia. En esa Alianza no había contrapartida por parte de Abraham, salvo su fe en el Dios que le prometía lo que parecía imposible. Esta alianza (cuyos elementos esenciales son la promesa y la fe) constituye la base de la otra, la del Sinaí, que se estableció entre Dios y el pueblo descendiente de Abraham.
La Alianza del Sinaí tiene una dimensión colectiva que la de Abraham no tenía: Dios hizo esa alianza con un pueblo, el de Israel, para convertirlo en “su pueblo”, como indica la fórmula ya citada.
Pero la Alianza del Sinaí obligaba al pueblo al cumplimiento de la Ley dada por Dios. Dicha Ley incluía dos dimensiones: un culto (centrado en el Templo, prefigurado en el desierto por una tienda) y un comportamiento (inseparablemente individual y colectivo).
La dimensión social y colectiva de la Alianza requería, para su puesta en práctica, la existencia de varias funciones importantes: la del sacerdote (dedicado al culto), la del profeta (intérprete de la Ley y voz de Dios para el resto de pueblo, especialmente para los dirigentes) y la del rey (que reina en nombre de Dios y gobierna al pueblo de modo que éste pueda cumplir la Ley).
Pero conviene no perder de vista que todas estas funciones tenían como único objetivo hacer realidad la esencia de la Alianza: que el pueblo entrara en comunión de vida con Dios y se mantuviera en ella.
Alianza y Ley, el anuncio de la ley en el corazón
La experiencia colectiva del pueblo de Israel demostró la imposibilidad de cumplir la Ley: era una norma exterior, y el pueblo fue incapaz de perseverar en su cumplimiento. La experiencia traumática del exilio de Babilonia fue interpretada por los autores bíblicos como el resultado de esa desobediencia de Israel a la Ley de la Alianza.
Pero algunos profetas anunciaron pronto, en nombre de Dios, una nueva alianza cuya ley estaría en el corazón del pueblo, y ya no en tablas de piedra (como la Alianza del Sinaí), gracias a una nueva efusión del Espíritu de Dios sobre el pueblo (Jer 31,31-33; Ez 36,25-26). Entonces la ley sería una norma interior posible de cumplir para todos.
Esos anuncios proféticos, sin embargo, no se vieron cumplidos hasta que, en el momento culminante de la Historia, Dios nos envió a su Hijo.
Nueva Alianza y Reino de Dios: Cristo, continuidad y novedad
El contenido de la predicación de Jesús fue, esencialmente, el Reino de Dios, la realidad dinámica de que Dios reina sobre su pueblo; pero ese reinado no es ya como en la antigua Alianza, donde Dios reinaba a través de los reyes humanos que gobernaban al pueblo, sino un reinado directo, sin representantes.
En las parábolas de Jesús, dicho reinado de Dios se manifiesta como una realidad de gran valor que se puede descubrir en medio de la vida y, al mismo tiempo, como un proceso de crecimiento lento, vegetal, pero imparable. En este sentido, el Reino de Dios hace explícito el sentido evolutivo de la Alianza entre Dios y el pueblo: puesto que somos seres temporales, históricos, Dios, el Gran Rey, se nos acerca “en el tiempo” y “con tiempo”, es decir, en medio de nuestra vida y con toda la paciencia necesaria para aguardar nuestro “crecimiento”.
Dios va a reinar sin intermediarios. Su reinado se hace presente en Jesús, en sus palabras y en sus hechos y, sobre todo, en su pasión, muerte y resurrección. Cristo no es un representante como lo eran los reyes antiguos, sino un mediador que participa de la realidad de Dios y de la realidad humana.
Jesús toma posesión de su reino (inaugurando con ello el reinado de Dios) cuando es colgado de la cruz, que pasa a ser, para escándalo de muchos, su trono. El Crucificado pasa a ser el alma de la Nueva Alianza: él es la nueva ley (“Amaos unos a otros como yo os he amado”, Jn 15,12, es decir, hasta dar la vida); él es el nuevo culto (perpetúa su sacrificio personal en la Eucaristía para posibilitar que todos los creyentes nos unamos a él en esa entrega total de la voluntad a los designios de Dios Padre); y él es el nuevo rey (en quien reina Dios mismo). El Crucificado nos muestra el rostro humilde y sufriente de Dios y, una vez resucitado, nos llama a seguirlo: así se convierte en nuestro rey.
La nueva Alianza en las primeras generaciones cristianas
Los primeros cristianos vivieron la Nueva Alianza, es decir, la experiencia de encuentro con el Reino de Dios, con Jesús Crucificado y Resucitado, con una inmensa riqueza de matices y enfoques. Muchos de ellos quedaron formulados en el Nuevo Testamento en forma de imágenes o símbolos especialmente sugerentes y profundos.
Vamos a enunciar brevemente algunos de ellos, sin perder de vista que el encuentro con Jesús siempre producirá ese amplio abanico de experiencias (y otras que no aparecen allí escritas) en quienes le abren su corazón con fe y le entregan su voluntad.
Adán y Cristo. Ambos se contraponen en la carta de san Pablo a los Romanos (Rom 5,12-21): ambos son cabeza de la Humanidad, uno para mal, por su pecado (Adán), y otro para bien, por su obra redentora, restauradora (Cristo). Con su muerte y resurrección, Cristo ha recapitulado todo en él (Ef 1,10), es decir, ha remediado el mal que aquejaba a la creación vieja (ser humano incluido) llevando a cabo una nueva creación que depende totalmente de él.
Cristo, cabeza de la Iglesia. Además de ser cabeza de una nueva Humanidad y una nueva creación, Cristo es, especialmente, cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo (1 Cor 12,12-30). Resulta difícil imaginar mayor inmediatez e intimidad que la que los miembros de un cuerpo tienen con su cabeza (o con su cerebro, diríamos hoy). Así es la relación de Cristo con cada uno de los creyentes.
Gestar a Cristo. Pablo sufre “dolores de parto” por sus cristianos de Galacia, hasta que “Cristo se forme en vosotros” (Gál 4,19). El texto sugiere un proceso por el que Cristo se va “gestando” en nosotros, hasta quedar perfectamente formado. Estamos llamados a ser, como Jesús mismo dijo, “su madre” (Lc 8,19-21).
Es Cristo quien vive en mí (Gál 2,19-20). Pablo da esta breve formulación de la experiencia cristiana común de que el Hijo de Dios habita en nosotros. Y no sólo él, sino también el Padre y el Espíritu Santo. Y nosotros vivimos en él. Y en la Trinidad. La expresión clásica y más conocida de esta experiencia la encontramos en el evangelio de Juan (Jn 14,20; 15,1-8; 17,26). Pero debemos considerar equivalente otra expresión, también de la escuela joánica, que ya hemos presentado al principio de estas notas: la Jerusalén celestial (es decir, la Humanidad salvada, considerada en su dimensión social y colectiva) es toda ella el lugar donde habita Dios, y donde los seres humanos comparten la vida con él (Ap 21,3).
José Pedro Tosaus
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