El siguiente comentario es una continuación del anterior titulado: La oración de quietud, o gustos de Dios. Explicaba allí la oración de quietud en el Castillo y en Vida. Ahora entraremos en el texto paralelo de Camino, capítulos 30 y 31, donde vamos a encontrar nuevas perspectivas que enriquecen los textos anteriores.
Nos dice el título del capítulo 30 que va a aplicar la frase del Padrenuestro, “Santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino”, a la oración de quietud.
Veamos.
El “buen Jesús“, viendo las dificultades que tiene el ser humano para pedir que sea santificado el nombre de su Padre, quiso ayudarnos haciéndonos participes de algo de su reino (C 30.4).
De entrada observamos que santa Teresa identifica el cielo con el reino de Dios. La cosa viene desde el principio del cristianismo. Jesús habló de la llegada inminente de su reino. Era un futuro que se había de actualizar casi de inmediato. Sus seguidores así lo interpretaron, hasta el extremo de dejar algunos de trabajar. Como la llegada de ese reino no llegaba, Pablo tuvo que advertir en las cartas a los Tesalonicenses que debían volver al trabajo.
El reino predicado por Jesús estaba al final de la historia, estaba descrito en una visión histórica. Jesús no dio una definición del término, era algo dinámico que tenía que ver con la soberanía de Dios sobre el mundo. Cuando el tiempo se dilataba sin su llegada, los cristianos pensaron que el reino era Jesús mismo que, con su venida a este mundo, ya había entrado en funcionamiento. Estamos en ese tiempo intermedio, donde el reino y la soberanía de Dios en el mundo han comenzado, y esperamos su venida segunda y definitiva. Casi sin darse cuenta los cristianos pasaron de una concepción histórica a otra vertical, del reino pasaron al cielo.
Teresa de Jesús hereda esa concepción, identifica el reino con el cielo y el buen Jesús. Ese cambio de perspectiva tenía un inconveniente grave: al pasar de lo histórico, reino, a lo vertical, cielo, podía perderse por el camino el grito de los primeros cristianos sobre la segunda venida de Cristo, Maranatha, ven Señor Jesús. Por suerte, nuestra maestra santa Teresa de Jesús no cae en una trampa en la que cayeron muchos, máxime cuando las pestes medievales habían introducido el miedo y el pesimismo en Europa, con el consiguiente olvido de la segunda venida de Jesucristo.
En gran medida, le ayudó a salvar este escollo su percepción de la realidad de la vida. O mejor dicho, la vida y el amor que la sustenta, en la que vamos a vivir desde la entrada en la mística de las cuartas moradas. Desde una vida adulta y una fe de ojos abiertos el místico verdadero hunde los pies en el barro de la realidad, no huye a mundos soñados.
Teresa de Jesús descubre que la vida es una pena sabrosa. Tiene mucho de pena y de dolor, y tiene muchos momentos maravillosos, sabrosos. Tanto el sufrimiento del mundo, como las alegrías sabrosas de amor, piden a gritos la segunda venida de Cristo. Los 11 capítulos de las sextas moradas van a ser una enseñanza en el amor auténtico y una bajada a los infiernos de la vida (M 6.11), que piden tanto la consumación del amor como la superación del dolor. El silencio aparente de Dios ante el sufrimiento del mundo, junto al deseo del encuentro cara a cara con Jesucristo, serán el acicate para que el deseo de su segunda venida vaya creciendo hasta hacerse casi insoportable en la oración de ímpetus de las sextas moradas.
Hecha esta advertencia, Camino 30 nos anuncia que el cielo podemos empezar a vivirlo en la tierra, cuando entramos en el mundo del amor recibido. Quien se sabe amado por Dios disfruta algo del cielo que nos espera.
Primero nos describe el cielo:
“Ahora, pues, el gran bien que me parece a mí hay en el reino del cielo, con otros muchos, es ya no tener cuenta con cosa de la tierra, sino un sosiego y gloria en sí mismos, un alegrarse que se alegren todos, una paz perpetua, una satisfacción grande en sí mismos, que les viene de ver que todos santifican y alaban al Señor y bendicen su nombre y no le ofende nadie. Todos le aman, y la misma alma no entiende en otra cosa sino en amarle, ni puede dejarle de amar, porque le conoce. Y así le amaríamos acá, aunque no en esta perfección, ni en un ser; mas muy de otra manera le amaríamos de lo que le amamos, si le conociésemos” (C 30.4).
La vida espiritual se convierte desde este momento un calco de la vida de los bienaventurados:
“mas hay ratos que, de cansados de andar, los pone el Señor en un sosiego de las potencias y quietud del alma, que como por señas les da claro a entender a qué sabe lo que se da a los que el Señor lleva a su reino. Y a los que se les da acá como le pedimos, les da prendas para que por ellas tengan gran esperanza de ir a gozar perpetuamente lo que acá les da a sorbos“ (C 30.6).
Podemos afirmar que No hay vida sin esperanza.
Una esperanza doble, vivir en la tierra como comienzo del cielo, dando sentido al sufrimiento del hoy, y una esperanza futura de unos nuevos cielos y una nueva tierra cuando venga el Señor.
Las cosas del alma son delicadas y hay que tener mucho cuidado para no caer en los extremos. Lo advierto, porque en el siglo XVI había grupos de personas creyentes llamados alumbrados que habían hecho de la vida espiritual una escalera. Los que iban avanzando renegaban de lo anterior, es decir, la oración vocal era suprimida para los más avanzados, y cuando estaban en una supuesta altura espiritual se consideraban poseídos por el Espíritu Santo y libres de pecado. No solo menospreciaban la oración vocal, sino cualquier manifestación de la religiosidad popular. Eran los puros. Los superiores a los demás. Ajena a estas aberraciones Teresa nos explica en este mismo capítulo 30 de Camino, que la oración vocal siempre debe estar presente entre nosotros. La escuchamos:
“Perdonadme que lo quiero decir, porque sé que muchas personas, rezando vocalmente -como ya queda dicho- las levanta Dios, sin entender ellas cómo, a subida contemplación. Conozco una persona que nunca pudo tener sino oración vocal, y asida a ésta lo tenía todo” (C 30.7-8).
Una vez comentado lo esencial del capítulo 30, resumo el 31 del mismo libro, donde continúa explicando la oración de quietud.
“Nos dice, esta oración de quietud, adonde a mí me parece comienza el Señor, como he dicho, a dar a entender que oye nuestra petición y comienza ya a darnos su reino aquí, para que de veras le alabemos y santifiquemos su nombre y procuremos lo hagan todos (…) Porque es un ponerse el alma en paz, o ponerla el Señor con su presencia, por mejor decir, como hizo al junto Simeón, porque todas las potencias se sosiegan (…) se ve en el reino, al menos cabe el Rey que se le ha de dar” (C 31.1-3).
Nos despedimos por hoy añadiendo como colofón el párrafo dedicado por santa Teresa a la oración de quietud: “De este recogimiento viene algunas veces una quietud y paz interior muy regalada, que está el alma que no le parece le falta nada, que aun el hablar le cansa, digo el rezar y el meditar; no querría sino amar. Dura rato y aun ratos”.
Vamos a dejarlo aquí, de momento. Al estar en la puerta de entrada de la mística, este tipo de oración es un don que podemos pedir para nosotros y los demás.
Nos queda por comentar otra modalidad que se desprende de la quietud, el llamado “sueño de las potencias” (observad que a partir de ahora las diversas formas de vivir llevan nombre preciosos).
Naturalmente lo dicho de la oración de quietud va a tener grandes consecuencias en la transformación del corazón, en el conocimiento del interior del alma y la ética. El amor al prójimo y a Dios cambiará decididamente nuestra vida. Comenzamos a vivir en el cielo en medio del coronavirus y cualquier cosa que venga.
Con el mejor de mis deseos para que nos dejemos arrastrar al mundo del amor, un gran abrazo a todos lo recluidos en cuarentena.
2 Comentarios
HERMOSÍSIMO COMO TODO LO DE NUESTRA SANTA MADRE.
Muchas gracias, Maria Leonor
En nombre del Padre Antonio Mas