La Transverberación y la herida de amor son una misma experiencia en dos partes, la alegría de sabernos amados y el dolor por su ausencia. Una definición puede ayudarnos: La transverberación “es un toque divino que despierta en el alma un deseo que permanece insatisfecho. Como es una actividad intensa de amor, este toque tiene algo de sabroso, pero como el deseo que despierta permanece sin ser satisfecho es al mismo tiempo un sufrimiento” (Gabriel de Santa María Magdalena).
Es un acto desbordado de amor de Dios, apasionado y apasionante. En el mismo instante de ser recibido sobreviene la oscuridad. Saberse amado por Dios hasta el extremo de llamarlo “requiebro suave” introduce a la persona en el misterio de Dios. La tela del dulce encuentro no termina de romperse, el respeto ante el misterio será la primera reacción. No termina de colmar el deseo de eternidad, inscrito en nuestro corazón.
En el relato del Génesis se nos habla del “árbol de la vida” y el “árbol del conocimiento”. En el primero anida el deseo infinito de eternidad, un Dios de Vida para siempre. Somos creados (y “críados” dirá Teresa) para la Vida con mayúsculas, hemos sido plantados en el árbol de la vida, regado por las aguas vivas de Dios. Y creados y criados con libertad, somos libres de plantar nuestro árbol en otro sitio, también en las aguas del demonio (M 1.2.1).
El deseo insatisfecho, a pesar de la grandeza del don recibido, pide cielo, encuentro total cara a cara y reclama la segunda venida de Cristo. Nunca insistiremos lo suficiente en el deseo de eternidad, en lanzarnos al futuro; los cristianos somos soñadores de encuentros amorosos, de cielos nuevos y tierras nuevas. La totalidad de lo eterno debe ser recuperado para nuestra fe, ante siglos de despreocupación. Es muy difícil vivir sin esperanza.
“El tiempo de nuestra temporalidad queda entonces atravesado por flechas de eternidad, por tiempos fuertes de Dios y por momento de impulsos del hombre hacía su destino” (A. Gesché). O, con otra expresión, “el tiempo corta constantemente a la eternidad, en la que la eternidad penetra constantemente en el tiempo” (Kierkegaard, citado por A. Gesché en su libro “El destino”).
Cuando en el tiempo llega a nosotros un amor recibido de Dios, el ahora se hace eterno, “hoy ha llegado la salvación a esta casa”, le dice Jesús a Zaqueo. La encarnación de Cristo para los creyentes, su muerte y resurrección, como también en la vida corriente, un gesto de amor, de compasión, de justicia, son momentos sagrados en los que Dios nos sale al encuentro. No nos arrancan de nuestros deberes, nos sumergen más en ellos.
La encarnación fue entendida por san Bernardo, santa Teresa y otros como la realización del beso en la boca de la humanidad, palabras del Cantar de los Cantares en su comienzo. Si los cristianos somos capaces de romper todas las barreras que nos impiden dejarnos amar, ¿no son momentos de eternidad lo experimentado, como sucede en cualquier experiencia elevada de amor humano? Son besos de Dios.
“Los que se sienten llamados más allá de ellos mismos a un amor infinito, tierno y misericordioso, que no les da miedo, porque no tienen miedo de sí mismos”, esos “ven con las pupilas ardorosas del vidente o el loco enamorado” (Gesché).
Sin olvidar nunca la realidad de oscuridad y misterio que rodea casi todo lo importante de la vida. Un no-saber que está pidiendo ser revelado, quitar el velo de lo oculto. Aquí se desarrolla el sentido del más allá, de la esperanza en la vida eterna.
En medio de esa oscuridad Teresa se desliza hacia la AUSENCIA de Dios, o dicho con palabras teresianas, hasta “es imposible tener memoria de cosa de nuestro Señor” (M 6.11.2). Mucha importancia debió tener para ella esa ausencia, como para dedicarle un capítulo entero del Castillo Interior. Accede a esta situación de manera muy diferente a como la vivimos hoy. El resultado es el mismo, “alma ausente de Dios”, “está ausente de su bien”.
Experimenta la soledad, la “pena tan delgada y penetrativa”, o “pájaro solitario” que se pregunta con el salmista “¿Dónde está tu Dios?” No encuentra consuelo ni en el cielo ni en la tierra, está crucificada. En el mismo dolor encuentra también el gozo, le parece un “recio martirio sabroso”. El ansia de ver a Dios y la soledad se convierten en un “tormento sabroso”. Porque el dolor de la ausencia la une a la cruz de Cristo. Según ella cuando, unimos el dolor a la Cruz del Señor, el sufrimiento se lleva con alegría y paz.
No olvidemos que el gozo de una presencia viva del Señor interrumpe a ratos el dolor agudo y la llena de alegría, sobre todo cuando participa en la eucaristía. Son purificaciones que la van preparando para dar el salto a las fundaciones, la preparan para la acción, la llenan de “fuerza” para servir a los demás y ayudar a Cristo crucificado. Adelantándose al existencialismo considera que son un “purgatorio” en esta vida.
Por muy elevadas que se manifiesten estas experiencias, los cristianos podemos y debemos vivirlas con la intensidad que el Espíritu nos conceda. Con Teresa aprendemos a vivir el sufrimiento siguiendo a Cristo en la Cruz.
Otra aplicación a la actualidad surge del mismo texto. En la narración, siempre autobiográfica, presentada por Teresa, el lector forma parte del relato, no es ajeno, lo leemos desde nuestra situación. Sucede lo mismo con los evangelios. Por ejemplo, en el evangelio de Marcos el capítulo 13 nos cuenta las vicisitudes de las comunidades cristianas en el momento de redactarlo, entre los años 70 a 80. La narración se lee desde la situación actual (Paul Ricoeur).
Al lector moderno la experiencia de la ausencia de Dios nos remite a la increencia que nos rodea. Creyentes y ateos nos miramos de reojo sin darnos cuenta de que estamos en la misma barca. Ante el misterio del Mal y el sufrimiento del mundo el creyente llega a bordear la increencia, duda de la existencia de Dios, y el no creyente en algún momento se ha preguntado por su existencia.
En el siglo XVI no existía el ateísmo (Lucien Febvre); comenzó en el siglo XIX al afirmar algunos filósofos que Dios era una proyección de nuestros deseos, o que Dios había muerto para que el hombre fuera libre. También influyeron imágenes falsas de Dios propuestas por una parte de la Iglesia que hoy nos parecen aberrantes.
Teresa de Lisieux (también doctora de la Iglesia) en el manuscrito C de su autobiografía se muestra comprensiva y respetuosa con la increencia naciente; descubrió desde un convento carmelita de vida contemplativa y en plena juventud lo que sucedía en el mundo.
No pretendo entrar en discusiones filosóficas, únicamente quiero dar mi opinión: considero la no creencia un lugar especial donde mirarnos, aprender y escuchar. Un creyente no puede permanecer indiferente ante el sufrimiento ajeno, en definitiva ante el enigma del Mal, para muchos una de las causas de la increencia.
Leía la semana pasada la última entrevista hecha a Primo Levi antes de caer por el agujero del ascensor de su casa, o suicidarse, no está claro. A una pregunta de su amigo acerca de la existencia de Dios contesta: “Auschwitz existe, de modo que Dios no puede existir”. El periodista le pasa la entrevista mecanografiada antes de publicarla, lo habían acordado así, y Primo Levi escribe a lápiz: “No encuentro solución al dilema. La busco, pero no la encuentro”.
Haremos bien en acompañarnos de alguno de estos sabios que se preguntan por Dios desde el mal radical, desde los infiernos de la vida. Acompañaremos a Teresa en su bajada al infierno abrazada a la cruz de Cristo; en nuestro días se simboliza en una palabra: “Auschwitz”. Podemos hacerlo desde, “Los hundidos y los salvados” de Primo Levi. Desde alguien acostumbrado a tratar con increyentes desde su fe cristiana, Tomáš Halík, “Paciencia con Dios, cerca de los lejanos”. O, si quieres hacerlo de la mano de Teresa, os remito a la tesis de Teresa Gil, “La noche oscura de Teresa de Jesús”.
(Fotografia de Oleksandr Pidvalnyi en pexels.com / La música es de Ígor Stravinski, “La consagración de la primavera”)
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