
El último día dije que ampliaría el paso de la oración teresiana, mirar y dejarnos mirar. Con varios puntos a explicar: primero, los ojos y el ver en Teresa; segundo, en el Antiguo y Nuevo Testamento; tercero, en la teología bautismal; y cuarto, en Edith Stein.
1- La mirada en santa Teresa
Cuando Teresa descubre que los sentidos del cuerpo tienen un duplicado en el alma se le abre un mundo nuevo. El alma tiene ojos para ver, oídos para escuchar, tacto y manos para tocar, gusto para saborear, e incluso olfato. Rápidamente los incorpora a la vida espiritual con excelentes resultados.
Con los ojos del alma se aprende a descubrir la realidad tan como es, a no separarnos jamás de ella, a no engañarnos. De la mano de Jesús, la visión se va ampliando, desde nosotros mismos, pasando por ver a las personas de otra manera, siguiendo con la realidad de la vida, todo visto con los ojos de Dios. Es algo así como llevar unas gafas nuevas, o regularnos la vista para ver mejor, o una operación de catarata.
Al intentar mirar la Humanidad sagrada de Jesucristo con los ojos del alma lo primero que descubrimos es que Él nos está mirando desde siempre, Él nos mira primero, con ojos de cariño entrañable. Esa mirada tierna y amable, acogida con la humildad del publicano que no osa alzar la vista, será la puerta de entrada a la oracion de contemplación. Al acabar la oración de meditación nos dejamos mirar por Alguien que siempre nos mira y acompaña. Muy pronto será compañía inseparable, viviremos en su presencia amorosa. Basta con alzar los ojos al cielo, o bajar a lo profundo del yo donde habita, allí lo encontraremos: “Si pudiere, ocuparle en que mire que le mira, y le acompañe y hable y pida y se humille y regale con El, y acuerde que no merecía estar allí. (V 13.22).
Los textos son muchos, elijo algunos: “Abra el Señor los ojos de los que lo leyeren, con la experiencia; que, por poca que sea, luego lo entenderán” (Vida 12.5); “Los ojos en el verdadero y perpetuo reino que pretendemos ganar” (Vida 35.14); en momento de apuro: “Digo que me vi a veces de todas partes tan apretada, que sólo hallaba remedio en alzar los ojos al cielo y llamar a Dios” (Vida 39.19); a sus monjas, “los ojos en vuestro Esposo” (Camino 2.1); “Pues podéis mirar cosas muy feas, ¿y no podréis mirar la cosa más hermosa que se puede imaginar? Pues nunca, hijas, quita vuestro Esposo los ojos de vosotras. Haos sufrido mil cosas feas y abominaciones contra El y no ha bastado para que os deje de mirar, ¿y es mucho que, quitados los ojos de estas cosas exteriores, le miréis algunas veces a El? Mirad que no está aguardando otra cosa, como dice a la esposa, sino que le miremos. Como le quisiereis, le hallaréis. Tiene en tanto que le volvamos a mirar, que no quedará por diligencia suya (…) miraros ha Él con unos ojos tan hermosos y piadosos” (Camino 26.5); “poned los ojos en Cristo“ (Moradas 1.2.11); “poned los ojos en el Crucificado y se os hará todo poco” (Moradas 7.4.8).
Me costó más de una semana descubrir lo dicho por ella en una frase tachada a conciencia por un censor en el manuscrito de Vida. Le hicieron escribir: “¡Oh benignidad admirable de Dios, que así os dejáis mirar de unos ojos que tan mal han mirado como los de mi alma!” (Vida 27.11). En realidad debajo de la tacha de la autora hay dos líneas de un censor y debajo la frase original que hemos de recuperar: «¡Oh humildad admirable de Dios!, ¡oh Señor mío!, y cuan poca tengo yo, pues no se me hace pedazos el corazón de ver que os dejáis mirar de unos ojos que tan mal han mirado como los de mi alma”.
La mirada más profunda la explica así:
«Como acá si dos personas se quieren mucho y tienen buen entendimiento, aun sin señas parece que se entienden con sólo mirarse. Esto debe ser aquí, que sin ver nosotros cómo, de en hito en hito se miran estos dos amantes, como lo dice el Esposo a la Esposa en los Cantares» (V 27.10). A esta mirada tan profunda llegaremos con la ayuda de Dios en las moradas místicas.
(como esto se alarga continuaré otro día. Podéis preguntar si algo no está bien explicado)
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