Recupero un pequeño artículo publicado en 2011 en la revista Actúa, de Acción Social Católica de Zaragoza, en mis tiempos de consiliario. Sigo pensando lo mismo. Ojalá pueda hacer bien a alguien.
Gracias a una costumbre ancestral del pueblo judío, una parte de la historia universal pasó por transmisión oral de generación a generación, hasta plasmarse por escrito en el Antiguo Testamento. La materia prima de la narración era siempre la historia vivida.
A través de esta historia, se establece entre Dios y los hombres una relación libre y apasionada que sustenta la existencia. Siempre en diálogo con ese Dios, van descubriendo su identidad, elaborando una moral, y poniendo las bases de una convivencia, en ocasiones turbulenta. Dios les hace una promesa de amor perpetuo y sella con ellos una Alianza, mediante la cual deben cumplir los mandamientos y cumplir la Ley.
En los diferentes relatos, abundan las historias de poder y dinero, la llegada de la monarquía, su declive, el auge de los sacerdotes; con frecuencia son vidas repletas de violencia y sangre.
Junto a las narraciones monárquicas o sacerdotales va emergiendo otra figura, la de los profetas, hombres y mujeres al margen del poder y el prestigio, libres, con un pie puesto en la tierra y otro en descubrir la voluntad de Dios. Procuran ver la realidad íntegra, sin máscaras, con espíritu crítico. Al mismo tiempo, son capaces de degustar una Palabra de Dios que sabe al paladar dulce como la miel. La inmensa mayoría no pertenecieron nunca a las clases poderosas y terminaron sus días de manera trágica.
Ellos añadieron a la historia la mirada de los vencidos, de aquellos que nunca pasarían a los anales de la historia. Defendieron contra viento y marea al pobre, al huérfano y a la viuda. Y tantos sinsabores les trajo su actuación que algunos habrían querido no haber nacido. Y, sin embargo, siguieron adelante porque consideraron una obligación moral denunciar las injusticias del mundo. Uno de ellos descubrió que el Dios en el que creían no hablaba tanto en los grandes acontecimientos, el huracán, el terremoto, o el fuego, como en la “brisa tenue”. Se llamaba Elías. Siguieron otros: Isaías, Jeremías, Oseas, etcétera.
El Dios de la Promesa y la Alianza hizo caso de su estrategia y Él mismo la siguió al venir al mundo. Reveló una larga historia y después envió a su Hijo Jesucristo para completar la revelación. Nacido de la Virgen María por obra del Espíritu Santo, vino al mundo desnudo en un pesebre y murió desnudo en una cruz.
Con el nacimiento de Jesús quedó marcada para siempre la estrategia de Dios: ver la vida desde abajo y no desde arriba; desde lo último del mundo, descubriría lo más alto. No renunciaba a nada, tampoco a los de arriba, pero estaba decidido, como los profetas, a ver el mundo desde los últimos que, para Él, serían los primeros.
Con la colaboración decidida de una mujer, vino a este mundo sin ruido, sin estridencias, sin riquezas ni poderes. Si en momentos precisos del Antiguo Testamento, Dios recurre a una mujer para que le ayude, llegado el momento culminante contó con otra, y en vuelo suave y silencioso hizo posible desde entonces que cualquier realidad vivida pudiera ser redimida.
Los seres humanos tienen la tendencia a ensalzar a grandes figuras, incluso a divinizarlas. Esta tendencia se ha visto refrendada en múltiples ocasiones a lo largo de la historia. Tanto los faraones egipcios como los emperadores romanos, e incluso el emperador de Japón hasta el final de la segunda guerra mundial, tenían categoría de dioses.
Lo que nunca había sucedido era la exaltación de un hombre cualquiera, de un Don Nadie. Aquéllos eran emperadores o reyes, estaban rodeados de poder y riqueza. Por el contrario, los seguidores de Jesucristo afirmamos que un trabajador de un pueblecito perdido es el Hijo de Dios, la manifestación del mismo Dios, una persona con dos naturalezas, humana y divina, como dejó dicho el concilio de Calcedonia. Verdaderamente hombre y verdaderamente Dios, en plenitud de Humanidad y en plenitud de Divinidad. Este caso único en la historia deja estupefactos a los humanos y sigue siendo motivo de escándalo.
Pasó por la vida haciendo el bien y ayudando a los oprimidos por el mal. Vio la vida desde abajo, siendo fiel a los profetas del Antiguo Testamento. Tenía una mirada doble: por un lado, estaba en relación íntima con su Padre, pasando largos ratos en oración. Y por otra, nunca dejó de ver el mundo con ojos solidarios.
Miraba el sufrimiento ajeno, fue un Hombre-Dios solidario. Una mirada compasiva ante el sufrimiento ajeno que le incitó a curar algunas enfermedades, a estar siempre cerca de los pobres y de quienes eran rechazados por la sociedad de su tiempo, los pecadores.
Los cristianos procuramos imitar en todo su comportamiento como Hombre, para poder acercarnos a su Divinidad. Divinizamos lo humano desde lo humano. Son cristianos quienes siguen sus pasos y su llamada a vivir una vida de amistad con Él. No hay ningún Dios fuera de Él.
Nos guardamos de caer en cualquier tipo de idolatría, convirtiendo en dioses menores las ideologías, la riqueza o el poder. Él es nuestro único Dios, nuestro único Mediador. Por eso trabajamos con todos los que quieren hacerlo junto a nosotros, sin casarnos con nadie ni con nada, porque nuestro matrimonio se ha dado con Jesucristo y sus amigos, las víctimas del mundo.
La fe la hemos heredado de otros y, en última instancia, de los primeros creyentes que vieron y oyeron las maravillas realizadas por Jesús en su vida y constituyeron la Iglesia, comunidad de los amigos de Jesucristo. En la Iglesia, santa y pecadora, portadora de la creencia que se remonta al origen, tenemos la garantía de seguir fielmente a Jesucristo
La secularización ha hecho que la fe en Jesucristo se encuentre actualmente en una encrucijada. Un proceso secularizador que según el parecer de algunos especialistas se encuentra en las mismas entrañas de la fe.
La creencia en un Dios monoteísta, debida a Moisés, separó a Dios de su obra creadora, concediéndole una primera autonomía. A continuación, el concilio de Calcedonia distinguió lo humano de lo divino en la persona de Cristo. Sin mezcla ni confusión ni separación, las dos realidades conviven en armonía en la única persona de Jesucristo.
La irrupción del sujeto en el siglo XVI y comienzos del XVII desembocó en la Ilustración. La revolución francesa, de tanta influencia en el sur de Europa, ha dejado la creencia en Cristo desprovista de su soporte político. Una vez culminada la separación de la creencia, la Iglesia debe aprovechar la ocasión para purificarse y volver a las raíces del cristianismo. Con el abandono masivo de las creencias religiosas en occidente, en particular en el sur de Europa, y la falta de credibilidad de las instituciones eclesiales, el hombre occidental se queda sin una de las defensas que siempre tuvo, provocando un vacío que nada ni nadie parece llenar.
A la fe le queda una alternativa: ofrecer la posibilidad de una creencia en Cristo que ayude a la persona y a las instituciones. Creer en Cristo nos ayuda a ser personas. En este reto nos vemos involucrados en la hora presente.
Y es que la fe en Jesucristo no es, en primera instancia, una moral, o una terapia. La fe en Cristo significa aceptar que el ser humano se define en relación a otro. No encuentra su esencia en los límites del yo, sino que está abierto a dos realidades distintas de su yo: el Dios de Jesús y los otros, su prójimo. Los cristianos sabemos que, en la relación de amor y amistad con Jesucristo, y a través de Él con la Trinidad, terminamos por encontrarnos a nosotros mismos. Dios es amor y Jesucristo lo revela. Creer es amar a Dios, pero, sobre todo, es dejarse amar por Él. Vivimos de una relación, de un amor recibido que intenta balbucear una respuesta agradecida. Un amor y una relación que van desgranando un comportamiento siguiendo e imitando a Cristo.
El amor de Dios y a Dios forma uno de las claves del cristianismo. La otra, inseparable de la primera, está en el prójimo. En la mirada del otro, en especial del hombre sufriente, el cristiano alimenta su segundo manantial. La mirada del otro interpela la solidaridad compasiva, genera la moral. El cristianismo es la única religión donde el prójimo ocupa las veces de Dios, donde Él se identifica con el pobre, el excluido, el preso y el enfermo.
El diálogo entre los dos manantiales, Dios y el prójimo, se desarrolla sin recelo. Las dos partes interlocutoras se necesitan la una a la otra y confluyen en un único lugar, el corazón humano. El cristiano disfruta de un corazón habitado, de una profundidad del yo acompañada día y noche por el amor de Dios y el amor al prójimo. Desde su pequeña casa ocupada disfruta por anticipado del cielo. El gozo va acompañado de una exigencia: revestirnos de Cristo, aprender de sus mismos sentimientos, vivir desde la profundidad de un amor compasivo y misericordioso, cambiar el corazón de piedra por uno de carne.
Jesucristo no vino a hacer una revolución social directa, vino a transformar corazones, a llegar a la profundidad del ser, a poner las bases de una sociedad desde los de abajo. Una religión interior y callada con grandes repercusiones sociales. Todo hecho desde el hondón, en silencio, con alegría y con cruz. Interior, profundidad y una exigencia radical: cumplir en cada instante la voluntad de Dios.
Cuando Teresa de Jesús explica en las sextas moradas las cumbres del amor divino y la consiguiente libertad, resume a la perfección la experiencia y sigue la línea de los profetas: mas es vuelo suave, es vuelo deleitoso, vuelo sin ruido.
Deja un Comentario