REFLEXIONES SOBRE LA EXPERIENCIA
CRISTIANA EN EL NUEVO TESTAMENTO
J. Pedro Tosaus
En las cartas de Pablo, “en Cristo” es una expresión frecuente. Su sentido, que ha sido objeto de muchos ensayos, se ilumina desde varios textos paulinos y no paulinos.
En la carta a los Efesios aparece formulado el plan de Dios, centrado en Cristo: “dándonos a conocer el misterio de su voluntad: el plan que había proyectado realizar por Cristo en la plenitud de los tiempos: recapitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra”” (Ef 1,9-10). Dios cumple su plan al convertir a Cristo en la nueva cabeza de la creación y la Humanidad.
En la carta a los Romanos se explican las consecuencias de esa “recapitulación” recurriendo al paralelismo entre Adán y Cristo: “En resumen, lo mismo que por un solo delito resultó condena para todos, así también por un acto de justicia resultó justificación y vida para todos. Pues, así como por la desobediencia de un solo hombre todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo, todos serán constituidos justos” (Rom 5,18-19). La Humanidad ha quedado unida a Cristo en la gracia igual que antes estuvo unida a Adán en el pecado.
Más expresiva todavía es la imagen de la unión entre cabeza y cuerpo aplicada a Cristo y la Iglesia en la primera carta a los Corintios: “Pues, lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Pues todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu. […] Pues bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno es un miembro” (1 Cor 12,12-13.27). Estamos “en Cristo” porque formamos un solo cuerpo con él. Y ese cuerpo único es el del Crucificado y Resucitado, donde aparecen transfiguradas las heridas de su Pasión. Esto implica que los miembros de ese cuerpo vivimos “en Cristo” la experiencia de su muerte y, a la vez, la de su resurrección.
En un pasaje de Santa Teresa de Jesús, Cristo le dice: “No trabajes tú de tenerme a Mí encerrado en ti, sino de encerrarte tú en mí” (Relación 18). Estas palabras sintonizan perfectamente con la experiencia expresada por los textos paulinos que acabamos de mencionar: el cristiano debe hacer consciente, y vivir profundamente, la realidad de que está unido a Cristo, inmerso en él.
Un personaje de una de las parábolas de Jesús en el evangelio de Lucas puede servirnos para aclarar esto un poco más. Me refiero al hijo pródigo (Lc 15,11-31), quien, aunque parezca sorprendente, muestra en su trayectoria personal un llamativo paralelismo con Cristo: los dos dejan al Padre para venir al “país lejano” que es el mundo, los dos reparten a manos llenas las riquezas paternas, los dos entran en el corazón del pecado (el pródigo, con su mala vida; Jesús porque “Al que no conocía el pecado, [Dios] lo hizo pecado en favor nuestro, para que nosotros llegáramos a ser justicia de Dios en él” [2 Cor 5,21]), los dos son expulsados de la sociedad de los hombres y arrojados al ámbito del Mal y la Muerte (el pródigo, entre cerdos y muerto de hambre; Jesús, condenado a la cruz), los dos vuelven al Padre (el pródigo, a pie; Jesús, en el “éxodo” [Lc 9,30] de la Muerte) y los dos son acogidos, restablecidos y exaltados por el Padre. Sin embargo, entre la figura del hijo pródigo y Jesús hay varias diferencias, entre las que destaca una muy importante: Jesús no vuelve al Padre solo, sino cargado con todos nosotros, que somos ya cosa suya (“no os pertenecéis, pues habéis sido comprados a buen precio” [1 Cor 6,20]; “nos ama, y nos ha librado de nuestros pecados con su sangre” [Ap 1,5]). Así, Jesús nos lleva “en él” hasta el Padre y a la comunión de amor que los une, el Espíritu Santo: nos introduce en la vida trinitaria.
Este ámbito sumamente sagrado, el de la vida trinitaria divina, se simboliza en la Biblia con la Morada (de Dios) o Tienda del Encuentro (entre Dios y el ser humano), que aparece ya en el éxodo de Egipto y luego en el Templo de Jerusalén. Dentro de esa estructura fundamental (compuesta por dos grandes salas, el Santo y el Santo de los Santos), la pieza más recóndita, reservada para morada exclusiva de la divinidad, era el Santo de los Santos. Éste quedaba separado del Santo por un velo, y a él sólo podía acceder una vez al año el Sumo sacerdote en representación de todo el pueblo. En el evangelio de Mateo se dice que, en el momento de la muerte de Jesús, este velo se rasgó “de arriba abajo” (27,51), dando a entender que el acceso al Santo de los Santos, hasta entonces muy restringido, quedaba expedito para todos gracias a la muerte de Jesús.
La reflexión más completa sobre este hecho trascendental la encontramos en la carta a los Hebreos, donde se presenta a Jesús como el Sumo Sacerdote que, a diferencia de los otros, ha presentado su sacrificio (su propia sangre) de una vez para siempre, sin necesidad de reiterados sacrificios anuales (Heb 7,27; 9,24-26). Y en Cristo entramos también nosotros en el Santo de los Santos: lo hacemos uniendo nuestro sacrificio personal, existencial, al sacrificio único de Cristo (Heb 10,19-23).
Para evitar que el lenguaje cultual empleado por la carta a los Hebreos nos induzca a situar nuestra vida “en Cristo” dentro de un ámbito exclusivamente centrado en templos y celebraciones litúrgicas, es bueno reflexionar sobre el modo en que el libro del Apocalipsis expresa esa misma realidad (la entrada de la Humanidad en el Sancta Sanctorum de Dios). Al final de dicho libro se habla de la Jerusalén celestial, una ciudad donde no hay santuario alguno (21,22) y que tiene forma cúbica (21,16). Esta imagen sorprendente y extraña del cubo se entiende perfectamente cuando se sabe que la única estructura explícitamente cúbica de la que se habla en la Biblia es, precisamente, el Santo de los Santos (1 Re 6,19-20): esa ciudad es, por tanto, toda ella, el Santo de los Santos, el lugar donde Dios mora con su pueblo en comunión de vida (21,2-3.22).
Cristo nos acoge en él para llevarnos a compartir, como hijos en el Hijo, la vida con el Padre y el Espíritu Santo (situación que el evangelio de Juan describe como una “inhabitación”: Jn 14,20; 15,1-8; 17,26). En respuesta a esa acogida de Cristo, también nosotros debemos acogernos mutuamente, es decir, cumplir el mandamiento nuevo (Jn 13,34), que en realidad no hace sino enunciar cuál y cómo es nuestra vida “en Cristo”.
J. Pedro Tosaus
(La imagen, el Cristo de Salardú, Iglesia de Sant Andreu (siglo XII). Valle de Arán)
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