Continuando con mi anterior post, y siempre con el deseo de llevar a la práctica -con la ayuda del Espíritu Santo- las cumbres de la oración de contemplación, sigo comentando el capítulo 22 de Vida
La oración de contemplación es la más elevada y más conflictiva. A lo largo de la historia de la Iglesia hemos heredado una gran influencia de la filosofía griega. Por ejemplo, que el camino hacia Dios parte de la realidad de la creación y va ascendiendo hasta las cosas espirituales era algo asumido en los primeros siglos del cristianismo y todavía sigue vigente. En el lenguaje de Teresa equivale a “lo corpóreo”.
El problema surge en las últimas etapas de la vida espiritual, cuando el ser humano aspira a la unión con la divinidad. Siempre bajo influencia de Platón y del neoplatonismo (Plotino), se creía conveniente desprenderse de lo humano, incluyendo a Cristo Hombre y con un poco de esfuerzo y ayuda divina, acceder a la unión espiritual con el espíritu divino.
En el siglo VI un autor anónimo firmaba sus escritos con el nombre de Dionisio Areopagita. Durante siglos se atribuyeron sus escritos a un discípulo de san Pablo cuando en realidad eran posteriores. Ahora se le conoce como escritos del Pseudo Dionisio Areopagita.
Su influencia en la espiritualidad de los siglos posteriores puede equipararse a la que tuvo santo Tomás de Aquino en el campo de la teología. Llegaron sin dificultad a los grandes maestros de santa Teresa, Osuna y Laredo. Teresa sigue sus consejos durante poco tiempo y se da cuenta del error. En ese momento se produce una de las pocas rupturas drásticas con sus maestros del movimiento de las recogidos al que pertenece.
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En el libro de la Vida Teresa explica sus razones. La oración de contemplación es un don “sobrenatural” que no puede el ser humano alcanzar por sus propios medios, pero sí puede ayudarse después de haber pasado mucho tiempo en las práctica de los pasos anteriores de la vida espiritual:
“aunque el alma no puede por sí llegar a este estado, porque es todo obra sobrenatural que el Señor obra en ella, que podrá ayudarse levantando el espíritu de todo lo criado y subiéndole con humildad, después de muchos años que haya ido por la vida purgativa, y aprovechando por la iluminativa. No sé yo bien por qué dicen «iluminativa»; entiendo que de los que van aprovechando.
Y avisan mucho que aparten de sí toda imaginación corpórea y que se lleguen a contemplar en la Divinidad; porque dicen que, aunque sea la Humanidad de Cristo, a los que llegan ya tan adelante, que embaraza o impide a la más perfecta contemplación (V 22.1).
Teresa se niega a aceptar esta forma de oración de contemplación por la ausencia de la Humanidad de Cristo: “Esto bien me parece a mí, algunas veces; mas apartarse del todo de Cristo y que entre en cuenta este divino Cuerpo con nuestras miserias ni con todo lo criado, no lo puedo sufrir” (V 22.1).
Opina que quien renuncie a Cristo no podrá recibir “arrobamientos y visiones”; se acostumbrará a estar perdido en la infinitud y perderá la costumbre de recurrir siempre a Jesús (V 22.3). Propone que recurramos a Cristo en la Pasión o una vez resucitado (V 22.6)
“En veros cabe mí, he visto todos los bienes. No me ha venido trabajo que, mirándoos a Vos cuál estuvisteis delante de los jueces, no se me haga bueno de sufrir. Con tan buen amigo presente, con tan buen capitán que se puso en lo primero en el padecer, todo se puede sufrir: es ayuda y da esfuerzo; nunca falta; es amigo verdadero. Y veo yo claro, y he visto después, que para contentar a Dios y que nos haga grandes mercedes, quiere sea por manos de esta Humanidad sacratísima, en quien dijo Su Majestad se deleita. Muy muy muchas veces lo he visto por experiencia. Hámelo dicho el Señor. He visto claro que por esta puerta hemos de entrar, si queremos nos muestre la soberana Majestad grandes secretos” (V 22.6).
Si en algún momento las potencias del alma quedan absortas, fijas en lo divino, se puede comprender la ausencia de la imagen de Cristo. Jamás buscar nosotros esa ausencia: “Mas que nosotros de maña y con cuidado nos acostumbremos a no procurar con todas nuestras fuerzas traer delante siempre -y pluguiese al Señor fuese siempre- esta sacratísima Humanidad, esto digo que no me parece bien (…). Es gran cosa, mientras vivimos y somos humanos, traerle humano” (V 22.9).
“en negocios y persecuciones y trabajos, cuando no se puede tener tanta quietud, y en tiempo de sequedades, es muy buen amigo Cristo, porque le miramos Hombre y vémosle con flaquezas y trabajos, y es compañía y, habiendo costumbre, es muy fácil hallarle cabe sí, aunque veces vendrán que lo uno ni lo otro se pueda” (V 22.10).
María Magdalena sale de nuevo a nuestro encuentro como modelo de orante. “Pues supliquemos siempre nos haga mercedes, rendida el alma, aunque confiada de la grandeza de Dios. Pues para que esté a los pies de Cristo la dan licencia, que procure no quitarse de allí, esté como quiera; imite a la Magdalena” (V 22.12).
En la conclusión la volvemos a encontrar: “Y muchas veces paréceme a mí si es el no se disponer del todo luego el alma, hasta que el Señor poco a poco la cría y la hace determinar y da fuerzas de varón, para que dé del todo con todo en el suelo. Como lo hizo con la Magdalena con brevedad, hácelo en otras personas, conforme a lo que ellas hacen en dejar a Su Majestad hacer. No acabamos de creer que aun en esta vida da Dios ciento por uno” (V 22.15).
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En un intento por resumir y aplicar a nuestra vida la oración de contemplación se me ocurren las siguientes consideraciones:
Nuestro punto de partida es y será siempre la vida vivida, la realidad, de la mano de Jesús Hombre, bien como andaba en el mundo, o después de resucitado. Siempre como persona. Meditar los misterios de su vida ha sido constante en nuestro camino y lo seguirá siendo, incluso en la oración de contemplación: “También os parecerá que quien goza de cosas tan altas no tendrá meditación en los misterios de la sacratísima Humanidad de nuestro Señor Jesucristo, porque se ejercitará ya toda en amor” (M 6.7.5).
“Llamo yo meditación a discurrir mucho con el entendimiento de esta manera: comenzamos a pensar en la merced que no hizo Dios en darnos a su único Hijo, y no paramos allí, sino vamos adelante a los misterios de toda su gloriosa vida; o comenzamos en la oración del Huerto y no para el entendimiento hasta que está puesto en la cruz; o tomamos un paso de la Pasión, digamos como el prendimiento, y andamos en este misterio, considerando por menudo las cosas que hay que pensar en él y que sentir, así de la traición de Judas, como de la huida de los apóstoles y todo lo demás; y es admirable y muy meritoria oración” (M 6.7.10).
La Palabra de Dios bíblica se entremezcla con la vida en un diálogo interior, oración y vida van unidos. En ese diálogo interior aceptamos desde el principio un nuevo interlocutor, Jesucristo. En los comienzos tendremos muchas dudas acerca de si estamos hablando con el Señor o con nosotros mismos. Con el tiempo y la práctica sabremos distinguir una cosa de otra, aunque nunca tendremos una seguridad total. Por eso el diálogo interior debe acompañarse del diálogo con otras personas, de criterios ajenos, y con la doctrina de la Iglesia, hasta purificar el diálogo y aceptar la voluntad de Dios en cada momento.
Al mismo tiempo se van produciendo pequeños cambios en nuestro modo de obrar, en especial en el trato con los demás, como consecuencia de ir adquiriendo la forma de vivir de Jesús. Cuando el Espíritu Santo, compañero inseparable en el proceso, comienza a darnos regalos, mercedes “sobrenaturales“, hemos entrado en el misterio de la vida con Dios que es todo Amor. Esas mercedes van acompañadas por lo general de la entrega de nuestro “yo”, de nuestra vida, en los brazos del Amor de Dios. Dejamos que Otro nos vaya indicando el camino. Nos hemos rendido ante el misterio de la vida.
En la oración de contemplación sucede algo similar a lo vivido por los humanos. Algo o alguien nos atrae de manera irremediable. Una flor, un paisaje, un concierto, un bebé, la mirada de una persona querida. Quedamos centrados, abducidos, absortos. Es una atracción irresistible. Sin lugar a dudas el resto de pensamientos desaparecen. Estamos concentrados al máximo.
En la oración de contemplación la atracción la produce Dios. Nunca la buscamos, se nos da cuando Dios quiere. Entonces se produce una unión muy breve desde las cuartas moradas que nos llena de paz; y en las quintas dura más rato y es más profunda. En las sextas se ha llegado a dilatar mucho, aunque acabarán separados de nuevo. Solo en las séptimas la unión y presencia de Dios se nos concederá casi siempre.
Teresa nos enseña que en esos momentos sublimes no nos olvidemos de estar en compañía de la “sacratísima Humanidad” de Jesucristo. Él será quien nos irá llevando al conocimiento por experiencia de la Trinidad. No olvidemos que ella disfruta de un conocimiento por experiencia de la vida Trinitaria un año antes de celebrarse el matrimonio espiritual con Cristo. Dicho de otro modo, la Humanidad de Jesús será el objeto de la contemplación, el que nos seduzca y nos lleve a momentos puntuales de amor unitivo. Y por Él y con Él a la vida de Dios uno y Trino. Serán momentos de silencio y pocas palabras.
Podemos solicitar la gracia, nunca forzarla. Necesita tiempo, como todo relación de amor, práctica, entrega de nuestro yo y… a esperar el don, si es su voluntad.
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En la historia sucede que grandes pensadores caen en el olvido avasallados por las teorías de otros. Algo parecido le sucedió a Ireneo de Lyon, quien siendo griego fue obispo de Lyon y escritor. Los estudios del jesuita Antonio Orbe y algún otro lo sacaron del baúl de los recuerdos y lo trajeron al siglo XX, teniendo su pensamiento una gran influencia en el Concilio Vaticano II. El Papa Francisco lo ha nombrado Doctor de la Iglesia. Coincide plenamente con santa Teresa de Jesús. Lo presentaremos en el próximo post.
(La música es de Stravinski, “La consagración de la primavera”. Remite a los sacrificios humanos antiguos en el altar de una Idea. Debe escucharse cuando las víctimas inocentes son sacrificadas en cualquier guerra o terrorismo, como la que estamos viviendo en la actualidad)
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