Santa Teresa nos pide en las quintas moradas la conversión al Dios de Jesucristo, después de un tiempo -por lo general años- de conocimiento, hasta llegar al nacimiento del amor. Para acceder a la unión con el otro, o con Jesucristo, hay que darse del todo. Él nos amó primero y se dio del todo hasta la muerte y muerte de cruz. Ahora se nos pide que le entreguemos nuestro yo, nuestra persona; que unamos nuestra voluntad a la suya o, mejor dicho, hagamos para siempre la voluntad del amigo, como él hizo con su Padre durante toda su vida y confirmó en el Monte de los Olivos. Hemos conocido al Espíritu Santo artífice desde el comienzo de la vida espiritual de todos nuestros cambios y cómo el conocimiento de Jesucristo nos va metiendo en la crisálida hasta la muerte del gusano y el nacimiento de la mariposa.
Sin embargo, la cuestión no es tan sencilla. Desde la noche de los tiempos los seres humanos se han preocupado por entender esa especie de herida que arrastramos y nos hace egoístas, incapaces de darnos del todo a todos. Lo mismo que dentro del cristianismo lo llamamos pecado original, los demás lo han llamado con diferentes nombres. La pérdida de un paraíso primero, el significado del mal, del pecado; una tendencia a la violencia, a la confrontación, a la guerra, a la huida de la realidad, a la búsqueda de soluciones efímeras como las drogas.
Las preguntas se agolpan: ¿Cómo ha llegado Teresa a esta conclusión a través de la historia del cristianismo? ¿Qué significa exactamente entregar mi yo? ¿Se refiere a mi identidad personal? ¿Qué debo entregar a Jesucristo? ¿Puedo unir mi voluntad con la suya mediante un diálogo personal? ¿Cómo saber cuál es su voluntad en cada momento de mi vida? Si me aseguran que va a nacer un hombre nuevo, ¿cuáles son las características de ese hombre nuevo en santa Teresa? ¿Se hace de golpe, en un día, o necesitaremos un proceso de conversión? ¿Qué significa en nuestra vida exactamente el gusano de seda?
Opino que ha llegado el momento de bucear en la historia hasta descubrir el origen de todo el proceso espiritual en santa Teresa. Intentaré explicarlo de la manera más sencilla posible, sabiendo que la fe también es cultura y, un día u otro, hemos de enmarcar en la historia su espiritualidad. Debemos remontarnos al pensamiento griego de antes de Cristo para entender algunos aspectos esenciales en la obra de santa Teresa.
Platón y el helenismo
Entendemos por helenismo la cultura griega antigua, plagada de escuelas diferentes, entre las cuales destaca para nuestro propósito la de Platón (427-347 a.C.), repensado siglos más tarde por un cristiano de los primeros siglos llamado Plotino (205-270 d.C.), y por un judío cristiano, Filón de Alejandría (+45 d.C.), mucho menos importante para nuestra búsqueda.
Para el pensamiento griego, en especial para Platón, en el mundo hay dos realidades diferentes, la de arriba y la de abajo, la de la Tierra y la del cielo (se llama “dualismo” porque son dos realidades). El mundo de las ideas y las inteligencias de arriba y el mundo de las realidades sensibles, las de la Tierra. Las reales de verdad son las de arriba, las de abajo de la Tierra son una “sombra” (lo explica a través del “mito de la caverna”). Ahí nace una tendencia a despreciar lo sensible, incluso a considerarlo como algo malo.
Estas ideas traen como consecuencia una concepción del hombre muy negativa. En las primeras generaciones de cristianos, por ejemplo Orígenes (185-254 d.C.), se cree que el alma preexiste en el cielo cerca del primer Dios y ha caído a la tierra (al mundo, a la materia) por una falta (las diferentes escuelas interpretan esa falta de diversas maneras). Mientras permanece en el mundo, el alma debe mantenerse pura de la materia y volver a su origen mediante la contemplación. En el momento de la muerte el alma vuelve a su origen siendo restaurada por Dios. Mientras está en la tierra está encerrada en un cuerpo, como en una “prisión” o una “tumba“, dirá Platón. Lo resume en una frase: “el hombre no es otra cosa que su alma”.
Mientras el alma esté en la tierra, el hombre, para ser bueno, ha de estar dominado por la razón o pensamiento, no por los deseos. El hombre será bueno si es “dueño de sí mismo” o “más fuerte que sí mismo”. El reino de la razón trae el orden; el de los deseos, el caos. Puede vivir en paz o turbado. El deseo es ilimitado para Platón, jamás se satisface. Ser racional equivale a ser dueño de sí mismo mediante el conocimiento propio, el “conócete a ti mismo”, heredado de su maestro Sócrates. Entre la razón y el deseo, la primera tiene un auxiliar, el “espíritu”, que le ayudará a llevar una vida buena. La máxima unidad se consigue mediante el entendimiento autocontrolado, o un yo unificado.
A pesar de los inconvenientes de la teoría de Platón – que son muchos-, el hombre no hubiera podido comenzar la gran aventura, que dura hasta hoy, de un viaje hacia la interioridad, ni hubiera sido posible descubrir a san Agustín, tan importante en nuestra aventura con el Cristo de Teresa. Incluso si no se logra el éxito en el mundo de la acción y del poder, la persona sabia y feliz ha sabido trascender todo y carece de deseo de poder o de tener.
Siempre habrá en Platón una superioridad del alma frente al cuerpo; de lo inmaterial frente a lo corporal; de lo eterno contra lo cambiante. El alma aspirará siempre a la Idea del Bien, que engloba todos los demás bienes. El Bien es el orden y lo alcanzaremos por el amor. Quien ama lo eterno será bueno y poseerá las virtudes. Del Bien depende el universo, reflejo del Bien Eterno. Llegaremos al Bien eterno por la contemplación de las realidades del universo, “sombra” de las auténticas realidades eternas. Para llegar a adquirir esa sabiduría los humanos han de convertirse hacia la Luz, lo Inmaterial, lo Eterno.
Al ser la realidad del mundo y de la vida una sombra de la verdadera realidad, no es de extrañar que Platón proponga un aprendizaje previo de la muerte mientras el alma está aprisionada en el cuerpo. Será el primer indicio de la muerte mística o muerte sabrosa de santa Teresa. Para Platón, gracias a esa anticipación espiritual de la muerte física el alma se libera por una especie de “catarsis” (purificación de las pasiones), para acceder a la vida eterna y al conocimiento absoluto. Mientras está atada al cuerpo, su actividad es muy limitada; será libre cuando le llegue la muerte física. De ahí la exigencia de un “entrenamiento a la muerte”, (dirá en uno de sus libros), que consiste en “separar tanto como sea posible el alma del cuerpo”. El cristiano Plotino retoma la idea y la aplica al cristianismo.
Los Padres de la Iglesia
La tradición platónica (de Platón), o neoplatónica (de Plotino) pasa al cristianismo a través de los Padres de la Iglesia, muchos de ellos de cultura griega, convertidos al cristianismo. Tarea a la que se van a aplicar en especial los monjes en los primeros siglos cristianos.
Es un sacrificio agradable a Dios separar el alma del cuerpo y sus pasiones. Es un verdadero culto divino, nos dirá Clemente de Alejandría (+215 o 216). “Es necesario que hagas de esta vida un entrenamiento a la muerte, como dice Platón, y que separes tu alma de este cuerpo o de esta tumba”, afirma Gregorio Nazianceno (+ alrededor del 390). Separar el alma del cuerpo es una tarea para aquellos que quieran tender a la virtud, enseña Evragio (+399).
Detrás de este trasfondo platónico, se ve que los Padres de la Iglesia van añadiendo elementos propios del cristianismo; aquí se abre paso la ascética, la mortificación del cuerpo. El entrenamiento a la muerte llegó a convertirse en un deseo de morir o en la esperanza de la segunda venida de Cristo, la Parusía, viendo la vida terrena como un “paso”. Juan Casiano (+435) nos enseña: “Muertos con Cristo a las cosas del mundo, contemplamos, según las palabras del apóstol, no las cosas que se ven, sino las que no se ven; cuando, desertando de corazón de esta morada terrenal temporal y visible, volveremos nuestra mirada y nuestro espíritu hacia donde permaneceremos eternamente”. El monje tiene siempre presente la muerte, con una conciencia intensa, como algo propio de la vida. Se considera “muerto al mundo”. Otro monje confiesa su deseo: “separarse del cuerpo ardiente y violentamente, para estar en el paraíso con el Señor”.
Muy pronto descubren la importancia del bautismo, del martirio y de la Pasión de Cristo. Estos monjes buscan siempre la unión con Dios (Mt 26,24 y paralelos, Mc 8,34; Lc 9,23); la renuncia a sí mismo va asociada a llevar la cruz en seguimiento de Cristo, a perder la vida para reencontrarla (Mc 8,35, Mt 10,39, Jn 12,25). La renuncia a sí mismos, la abnegación se asocia con llevar la cruz siguiendo a Cristo o perder su vida para encontrarla (Mc 8,35; Mt 10,39; 16,25; Jn 12,25).
Pablo les enseña que todo esto está ligado al bautismo: la vida después del bautismo es una vida con Cristo, “no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,19-20; Rom 6,3-11; 2 Cor 4,10-12). La exigencia a llevar en su cuerpo la muerte de Cristo, de estar muertos con Cristo para llevar una vida escondida en Dios (Col 3,3), desemboca en la mortificación del cuerpo (Col 3,5; Rom 8,13). Al final, todas las exigencias se fundamentan en la renuncia de Cristo (Fil 2,7; Rom 15,3; Heb 12,2).
En conclusión, para los Padres de la Iglesia, el ser monje es una consecuencia del bautismo. Para entender la muerte de amor los Padres añaden otros textos bíblicos: Ex 33,20, donde Dios explica a Moisés que, para ver a Dios, hay que morir; y otro del Cantar de los Cantares, 5,8; 8,6. Ahí aprenden los monjes que el martirio es la característica más profunda de la vida cristiana. Por otra parte, Pablo les enseña a través de su experiencia un modelo de muerte mística (2Cor 12, 2-4 ; cf He 9, 3-7).
Orígenes (+253) será el primero en unir la ascesis y mortificación cristianas con la mística. El bautismo es una muerte con Cristo y “es en el futuro que serán vivificados con Cristo aquellos que, en esta vida presente, mueran con Él”.
Para Gregorio de Nisa (+ 394), -muy importante para la historia de la mística-, el bautismo con su exigencia de mortificación nos aporta la fuerza vivificante de Dios comunicado por la resurrección de Cristo. Opina que la muerte mística es un éxtasis, el alma queda elevada a la vida divina.
Ambrosio de Milán (+397), fue el primero en emplear el término “muerte mística”: Cuando se muere al pecado, se vive en Dios, siguiendo Rom 6,4. En el combate contra el pecado, el alma toma parte en la Pasión y muerte de Cristo. No es la necesidad sino el amor el que lanza al ser humano a verse liberado del mal. Todo ello se hace porque entre Dios y el alma hay un compromiso nupcial. Ambrosio invita a liberarse del cuerpo y huir del mundo, hasta llegar a una primera unión con el Verbo. Abrazados a la cruz, el pecado desaparece y nace el hombre nuevo. Enterrados en la semejanza de su muerte, “tomamos la imagen de su vida y obtenemos las alas de la gracia espiritual”
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