Al comienzo de la pandemia escuché al papa Francisco una expresión que al principio me sonó extraña. Dice así: “En este tiempo hay mucho silencio. Incluso se puede ‘oír’ el silencio. Que este silencio, que es un poco nuevo en nuestros hábitos, nos enseñe a escuchar, nos haga crecer en nuestra capacidad de escucha. Recemos por esto”.
Hay silencios de varios tipos: el del solitario falto de amor, corroído en sus entrañas por un dolor que le impide respirar a pleno pulmón. El silencio exterior, apagar los ruidos de fuera, algo fácil de conseguir, basta con apagar el TV y hablar menos. El buscado silencio interior en los comienzos de la vida espiritual, breve y difícil frente a una sociedad fundada en el abuso de las palabras; empezamos a practicarlo en serio con la oración de recogimiento. Un cuarto, el buscado a conciencia como un don recibido, capaz de enfrentarte cara a cara al misterio de la vida y al misterio de Dios vista desde el Amor. Y, por último, el silencio de Dios, que va surgiendo cuando Dios nos abre los ojos a la realidad y nos acerca al sufrimiento del mundo. Vamos a preguntarnos por el tercero y el cuarto, dejando para las sextas moradas el último.
Pasear cada día por las calles solitarias camino de la parroquia durante la cuarentena era una experiencia inédita, un silencio ensordecedor acompañaba la eucaristía cósmica en soledad. En aquellos días falleció un hombre al que quería mucho. Era mutuo. Se llama Marco. En el cementerio todo era muy extraño. Los muertos guardaban silencio, los vivos también. No había nadie, salvo los trabajadores de las funerarias y del tanatorio, y varios sacerdotes acompañando a las pocas personas que podían acudir. Por iniciativa de Geles, su mujer, todos los jueves de 19 a 20 nos juntamos en la parroquia y estamos en completo silencio una hora ante el sagrario. Es un acto individual y de la Iglesia, buscadores del tesoro y la margarita.
Me pregunto, ¿Qué puede enseñarnos santa Teresa sobre el silencio? ¿Qué relación guarda con las quintas moradas?
La primera impresión desalienta un poco, habla poco del silencio y lo vive mucho. El silencio en sí mismo no constituye el centro de su búsqueda. Toda ella está centrada en una relación personal con Jesucristo desde su Humanidad, al servicio del mundo y la Iglesia. En una historia de amor que, como sucede en el amor humano, acaba siempre en un diálogo sin palabras, en un silencio pleno. No es una conquista, es un don recibido gratuitamente. Lo veremos en ella y sus maestros.
El franciscano Francisco de Osuna recibe y clarifica las ideas anteriores del franciscano belga Enrique Herp. El silencio interior, a guardar con dificultad debido a la constante invasión de pensamientos e imaginaciones (nunca se puede lograr más de media hora), y el silencio inexplicable que Dios pone en el alma: “Todas las ansias del niño cesan cuando lo abraza su madre: ya no cura más de hablar, y ella también calla en su amor. ¡Oh cuán indecible y no explicable es el silencio con que en el amor callan Dios y el ánima cuando él desciende sobre ella como río de paz y como arroyo de miel muy suave (Is 66,12); cuando del que es fuente viva corren a ella las aguas de Siloé en silencio (Is 8,6); cuando, cesando las palabras, vienen a las obras; cuando calla el ánima no sabiendo qué se demande, pues no le falta ningún cumplimiento de sus deseos” (Tercer abecedario espiritual, tr. 22, c. 3 ; ed. BAC, Madrid, 1972, p. 590-91). (En la edición escrita capítulo 21).
“Unos años después Bernardino de Laredo afirma: “con varonil esfuerzo se ha de procurar esta soledad y silencio del ánima (…) Y es de notar que en la soledad y silencio consiste esta bienaventuranza, porque dice: Bienaventurado es el varón que está solo y callando (Samuel 3,28) (…) por lo cual se ha de notar que esta soledad significa desechamiento de todo lo que no es Dios y sosiego del ánima sola en él, así como si no hubiese cosa criada más que sola aquella ánima que contempla en sólo Dios, no teniendo otra cosa en qué ocuparse sino sólo en él. Porque esta su ocupación ha de ser tan tácita y sosegada, tan sola y tan escondida, que aun de sus mismas potencias no se sabe ni se quiere aquel tiempo de quietud acompañar. (…) sino sola la afectiva, empleada en amor, porque no sería silencio de perfecta soledad si algo bullese en el ánima ; mas que sola, desnuda de sus potencias, se embarace en amor, sin distinción de alguna obra. Por lo cual se ha de notar que la potencia de nuestra libre voluntad en este modo de pura contemplación no cesa un punto de obrar empleándose en el amor; pero en esta su obra no se entiende ni se siente ni un quilate de bullicio, ni hay en qué se conozca la perfección de esta su obra, salvo en la satisfacción del ánima, transformada en su amado por vínculo de amor” (Subida del Monte Sion III, 8 ; ed. BAC, Madrid, 1948, p. 323; en la nueva edición de la Universidad de Salamanca, pp. 462- 464; vuelve sobre ello en el capítulo 22, pp. 503-506).
Si observáis hay una diferencia entre Osuna y Laredo. En Osuna el silencio de Dios “desciende” al alma. En Laredo lo procuramos nosotros con esfuerzo. Nos interesan las dos, en particular el primero, cuando comentamos y deseamos vivir las quintas moradas. Saber que hay un silencio-don de Dios, algo que se nos da y no podemos conseguir con nuestras fuerzas. Ese silencio de amor que descubrimos en las cuartas moradas y en las quintas lo solicitamos con sencillez, por si el Espíritu Santo nos lo quiere conceder. Ambos hemos de practicar en las quintas moradas. Y solicitar el primero.
San Juan de Ávila cree imposible que las potencias lleguen a estar del todo recogidas y en silencio, siempre actúan “un poco” cuando se produce un “silencio en Dios”. El jesuita Baltasar Álvarez, confesor de Teresa, explica ese “poco” que obran las potencias diciendo que llega un momento de silencio amoroso, como cuando el profesor enseña algo a sus alumnos y ellos escuchan. Así el silencio interior nos lleva a una de las condiciones esenciales del discípulo: la escucha, el “Escucha Israel”, del Deuteronomio 6.4. Santa Teresa no va a decir que el alma debe “despojarse” de las potencias. Prefiere afirmar, siguiendo a Laredo y Baltasar Álvarez, que las potencias se “encierran“:
“Las que de esta manera se pudieren encerrar en este cielo pequeño de nuestra alma, adonde está el que le hizo, y la tierra, y acostumbrar a no mirar ni estar adonde se distraigan estos sentidos exteriores, crea que lleva excelente camino y que no dejará de llegar a beber el agua de la fuente, porque camina mucho en poco tiempo. Es como el que va en una nao, que con un poco de buen viento se pone en el fin de la jornada en pocos días, y los que van por tierra tárdanse más. Estos están ya, como dicen, puestos en la mar; que, aunque del todo no han dejado la tierra, por aquel rato hacen lo que pueden por librarse de ella, recogiendo sus sentidos a sí mismos (C 28.5-6).
Teresa distingue entre oración de recogimiento y oración de quietud, las terceras de las cuartas moradas, para diferenciar el encerrarse de las terceras del dejar de discurrir y pasar a una situación de escucha en las cuartas. Es decir, para ella, el encerramiento de las potencias implica el silencio. Del silencio a la escucha:
“Y es disposición para poder escuchar, como se aconseja en algunos libros, que procuren no discurrir, sino estarse atentos a ver qué obra el Señor en el alma; que si Su Majestad no ha comenzado a embebernos, no puedo acabar de entender cómo se pueda detener el pensamiento de manera que no haga más daño que provecho” (M 4.3.4-7).
Lo hemos comentado aquí varias veces: las moradas no son una escalera. No dejamos de practicar las primeras y siguientes por estar en las quintas. Vivimos todas cada vez con mayor profundidad. La oración vocal, de meditación y recogimiento y de quietud no las dejamos nunca. Siempre debemos partir de las primeras, a poder ser siempre apoyados en la Palabra de Dios de cada día propuesta por la Iglesia. Cuando terminemos de meditar nos dejamos mirar, dijimos al principio; después, dijimos, hablamos con nuestro amigo Jesús que nos está enseñando a vivir. Una vez encerradas las potencias intentamos acallarlas y escuchamos. Entregamos nuestra vida al menos con el deseo, y prometemos vivir unidos a Él haciendo su voluntad, le ofrecemos nuestra vida… Estamos en la unión no regalada. Siguiente paso, procuramos escuchar con las potencias recogidas por si Dios quiere decirnos algo.
Si estando ahí el EspírituSanto nos “embebece“, estamos en los inicios de la unión regalada. Recurro al primer diccionario de la lengua castellana para entender bien esa palabra clave en el lenguaje teresiana: “Embevecerse, divertirse (=distraerse), y pasmarse mirando, o considerando alguna cosa, sin echar de ver el tiempo, ni lo que se le ofrece delante de los ojos. Embevecido, el divertido en la dicha manera: y díjose así, o porque aquel pensamiento embeve en sí la imaginación sin moverse a otra cosa, o está como el bebido, y borracho, que no está en lo que hace”.
El embebecimiento es un paso más, quedar fijos nuestros ojos y pensamientos. Es una atracción irresistible a quedar unidos por un breve tiempo. Esto es ya unión regalada de las quintas moradas. En ese encuentro amoroso donde prima el silencio la comunicación sin palabras está inundada de cariño mutuo. Ahí no puede llegar el ser humano con sus solas fuerzas. Es un don de Dios como decía Osuna.
Del embebecimiento a la unión amorosa de las quintas: Si estamos dispuestos, preparados, podemos alcanzar el don de la unión. Si le ofrecemos todo lo que somos, y somos agradecidos, deseando vivir de otra manera a con lo quiere el mundo, de repente, las potencias son recogidas por el Espíritu Santo y quedamos fijos en Él. no se comprende ni cómo es el amor que comienza a brotar, ni se entiende lo que sucede “muerto al mundo para vivir más en Dios, que así es: una muerte sabrosa“ (M 5.1.2-4). Abducida, unida por muy poco tiempo, la persona queda dudosa de la experiencia en las cuartas moradas. En las quintas queda la certeza, “porque está su Majestad tan junto y unido con la esencia del alma. Dios obra en ella“. Un amor lleno de “deleite y satisfacción del alma y paz y gozo” (M 5 1.3-6).
Imprime en el alma su sabiduría, “fija Dios a sí mismo en lo interior de aquel alma de manera que cuando torna en si en ninguna manera pueda dudar que estuvo en Dios y Dios en ella” (M 5. 1-9).
En san Juan de la Cruz encontramos también la invitación al silencio exterior y al interior. Asimismo está el silencio como don de amor de Osuna y Teresa. Es menos estricto que ella en cuanto a dejar el discurso del entendimiento. Opina que Dios hace posible lo imposible y concede el don del silencio amoroso cuando quiere. Baltasar Álvarez y san Juan de la Cruz dicen que cuando se llega a ese silencio amoroso todas las cosas empiezan a hablar por obra del Espíritu Santo. Hemos llegado a la música callada.
Termino aconsejando alargar el tiempo de oración cuando podamos. Al menos una hora de oración a la semana como hacemos con Geles (ahora con más personas), puede ser un buen punto de partida.
(He aprovechado el estudio de Michel Dupuy, en la voz Silence del Dictionnaire de Spiritualité, T. 14, col. 843 ss)
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