(Sigo estando de acuerdo con lo escrito hace años en mi libro “Acercar el cielo”, publicado por la Editorial Sal Terrae en el 2004. Lo descubierto en estos últimos años lo iré desarrollando más adelante).
Antes de adentramos en esta experiencia tan subida, recordamos los principios: todas las formas de oración pueden ser vividas con menor o mayor intensidad (cf. el texto ya citado de R 5 y y V 21.8). Igualmente, todas pueden y deben ser interpretadas desde el amor humano. Contando con estos dos principios, la oración de arrobamiento equivale, en la experiencia humana, a sentirnos totalmente acogidos, queridos y perdonados por la persona amada. Las equivocaciones pasadas se borran de un plumazo al ser asumidas, aceptadas y perdonadas. De esta manera se ve satisfecha la profunda necesidad del ser humano de ser amado totalmente. Como consecuencia, se produce una unión de amor intenso. Por un momento el tiempo y la historia se detienen; sólo quedan los amantes en su cariño entregado.
En este acto de amor sublime, la persona queda transformada y adquiere una nueva libertad, la libertad creadora, porque «el
amor jamás está ocioso»; se descubren secretos el uno al otro,
se llenan de alegría, comparten proyectos… Alguien me quiere
tal como soy, alguien me acepta del todo, alguien se fía de mí, alguien espera en mí… La vida cobra otra dimensión.
Silencio. Hemos llegado al amor adulto. Estamos en la alta mística. Salvando las distancias, traslademos la experiencia humana a la divina. El conocimiento propio ha sido una constante desde los inicios del itinerario, acompañado por el deseo de ir conjugando la experiencia religiosa con el comportamiento moral.
Conforme Cristo se acercaba a nuestra vida, hemos ido descubriendo los comportamientos inadecuados, los pecados más o menos graves, perjudiciales para otros, para nosotros mismos y, por tanto, para Dios. En este caminar, el sacramento de la Reconciliación ha supuesto un verdadero bálsamo, auténtica medicina de la que se ha servido Dios para acoger, perdonar, dar paz y esperanza al siervo del amor.
Conociendo los efectos que produce el sacramento, cada vez que hemos recibido la absolución de nuestros pecados en la Iglesia, la paz interior ha abierto el camino a una esperanza renovada. Sabemos que Dios nos perdona y nos acoge en su misericordia infinita.
Pues bien, la oración de arrobamiento, tal como la describe
Teresa en las sextas moradas, hace referencia a las consecuencias del sacramento de la Reconciliación. En un acto de amor inmenso, la persona entiende que Jesucristo le ha perdonado todo. Siente plenamente aceptada y amada toda su historia. Es como una confesión grandiosa, como si de una vez por todas el sacramento hubiera producido un efecto duradero y transformador: la persona se siente radicalmente amada. Dios nos enseña a amar amándonos hasta las entrañas:
«Una manera hay que estando el alma, aunque no sea en oración, tocada con alguna palabra que se acordó u oye de Dios, parece que Su Majestad desde lo interior del alma hace crecer la centella que dijimos ya, movido de piedad de haberla visto padecer tanto tiempo por su deseo, que abrasada toda ella como un ave fénix queda renovada y, piadosamente se puede creer, perdonadas sus culpas (hase de entender con la disposición y medios que esta alma habrá tenido, como la Iglesia lo enseña), y así limpia, la junta consigo, sin entender aquí nadie sino ellos dos, ni aun la misma alma entiende de manera que lo pueda después decir, aunque no está sin sentido interior; porque no es como a quien toma un desmayo o paroxismo, que ninguna cosa interior ni exterior entiende» (M 6.4.3).
Observará el lector una frase entre paréntesis añadida al margen por la autora ante la indicación de un censor temeroso de que la Santa menospreciara el valor del sacramento de la Reconciliación.
De verdad, por experiencia íntima, experimentamos «que tiene nuestro Señor ya perdonados los pecados y olvidados» (M 6.7.4). Limpia así, la junta consigo, quedando despierta como nunca para las cosas de Dios. Los sentidos del alma y las potencias quedan absortos, es decir, toda ella está centrada única y exclusivamente en lo que está sucediendo.
Entiende algunas verdades de fe que quedan grabadas, aunque después no las recuerde; ve imágenes interiores imaginarias e intelectuales imposibles de explicar (las explicamos a continuación). Ni Jacob en la escala ni Moisés en la zarza supieron explicar lo que habían visto; así sucede con estas almas.
Son secretos de Dios que se comunican al alma sigilosamente, mostrándole alguna parte del reino que ha ganado: todas las puertas de las moradas permanecen cerradas (sentidos y potencias), también las del castillo y la cerca; sólo queda abierta la que comunica con la del Rey. La experiencia dura poco tiempo, pero queda la voluntad absorta, dispuesta a amar como nunca. Nacen grandes deseos de trabajar por la causa de Dios, mucho más fuertes que los que antes se sentían. Y se comprende a los mártires cuando se veían ayudados por Dios en medio del sufrimiento. Este tipo de arrobamiento puede sobrevenir en público, y los testigos se dan cuenta entonces de que el alma ha sido transportada, porque Dios quiere hacer público que ese alma le pertenece (V 20).
Las mercedes anteriores han despertado el amor y la han ido preparando para juntarse con quien será su Esposo (M 6.4.1). Con el arrobamiento llegamos a un momento clave en el itinerario, porque en él queda sellado el desposorio espiritual.
En el siglo XVI, dentro de los ritos previos al matrimonio, el desposorio equivalía al compromiso matrimonial, aunque los amantes no vivieran juntos ni se hubiera consumado el matrimonio. Para todos los efectos, eran ya marido y mujer:
«Y así veréis lo que hace Su Majestad para concluir este desposorio, que entiendo yo debe ser cuando da arrobamientos, que la saca de sus sentidos; porque si estando en ellos se viese tan cerca de esta gran majestad, no era posible por ventura quedar con vida» (M 6.4.2).
La primera vez que Teresa vivió está experiencia estaba preparando la fundación de su primer monasterio de san José de Avila:
«Estando en estos mismos días, el de nuestra Señora de la Asunción, en un monasterio de la Orden del glorioso Santo Domingo, estaba considerando los muchos pecados que en tiempos pasados había en aquella casa confesado y cosas de mi ruin vida. Vínome un arrobamiento tan grande, que casi me sacó de mí. Sentéme, y aun paréceme que no pude ver alzar ni oír misa, que después quedé con escrúpulo de esto. Parecióme, estando así, que me veía vestir una ropa de mucha blancura y claridad, y al principio no veía quién me la vestía. Después vi a nuestra Señora hacia el lado derecho y a mi padre San José al izquierdo, que me vestían aquella ropa. Dióseme a entender que estaba ya limpia de mis pecados. Acabada de vestir, y yo con grandísimo deleite y gloria, luego me pareció asirme de las manos nuestra Señora: díjome que la daba mucho contento en servir al glorioso San José, que creyese que lo que pretendía del monasterio se haría y en él se serviría mucho el Señor y ellos dos; que no temiese habría quiebra en esto jamás, aunque la obediencia que daba no fuese a mi gusto, porque ellos nos guardarían, y que ya su Hijo nos había prometido andar con nosotras; que para señal que sería esto verdad me daba aquella joya. Parecíame haberme echado al cuello un collar de oro muy hermoso, asida una cruz a él de mucho valor. Este oro y piedras es tan diferente de lo de acá, que no tiene comparación; porque es su hermosura muy diferente de lo que podemos acá imaginar, que no alcanza el entendimiento a entender de qué era la ropa ni cómo imaginar el blanco que el Señor quiere que se represente, que parece todo lo de acá como un dibujo de tizne, a manera de decir» (V 33.14).
Queda el orante anonadado ante semejantes muestras de amor, y duda si serán cosas especiales concedidas a gentes muy santas. A este respecto será bueno traer aquí las dos consideraciones que hace Teresa: Dios está deseando dar estas gracias a muchas personas y, de hecho, así lo hace:
«Porque aunque es verdad que son cosas que las da el Señor a quien quiere, si quisiésemos a Su Majestad como él nos quiere, a todas las daría. No está deseando otra cosa, sino tener a quien dar, que no por eso se disminuyen sus riquezas» (M 6.4.12).
En los conventos fundados por Teresa no era raro encontrarse con monjas que habían pasado por cosas semejantes:
«Son tantas las mercedes que el Señor hace en estas casas, que si hay una o dos en cada una que la lleve Dios ahora por meditación, todas las demás llegan a contemplación perfecta; algunas van tan adelante, que llegan a arrobamiento» (F 4.8).
Volvamos a la doctrina teresiana para aclarar la diferencia con la oración de unión. El momento del arrobamiento se resume en un acto puro de unión amorosa, sin que nada pueda explicarse o decirse; pero antes y después suceden cosas perfectamente comprensibles. Veamos la diferencia entre «unión» y «arrobamiento» cuando éste es muy intenso:
«La diferencia que hay del arrobamiento a ella [la oración de unión], es ésta: que dura más y siéntese más en esto exterior, porque se va acortando el huelgo de manera que no se puede hablar, ni los ojos abrir. Aunque esto mismo se hace en la unión, es acá con mayor fuerza, porque el calor natural se va no sé yo adonde; que cuando es grande el arrobamiento, que en todas estas maneras de oración hay más y menos, cuando es grande, como digo, quedan las manos heladas, y algunas veces extendidas como unos palos; y el cuerpo, si toma en pie, así se queda, o de rodillas. Y es tanto lo que se emplea en el gozo de lo que el Señor le representa, que parece se olvida de animar en el cuerpo y le deja desamparado, y si dura, quedan los nervios con sentimiento. Paréceme que quiere aquí el Señor que el alma entienda más de lo que goza que en la unión, y así se le descubren algunas cosas de Su Majestad en el rapto muy ordinariamente» (R 5.7-8).
La experiencia cristiana nunca lleva a ausentarse de la realidad de la vida; la experiencia mística, tampoco. Al contrario de lo que pueda parecer en principio, cuanto más profunda es, tanto más se sumerge en las vicisitudes de cada día. La mística parte de la vida y vuelve a ella renovada. Lo comprobamos con el siguiente ejemplo: por aquel entonces no le convenía a Teresa que viniera a saberse el proyecto de la nueva fundación. Estando en duda sobre qué hacer sucedió lo siguiente:
«Encomendándome mucho a Dios, estuve todos los maitines, o gran parte de ellos, en gran arrobamiento. Díjome el Señor que no dejase de ir y que no escuchase pareceres, porque pocos me aconsejarían sin temeridad; que, aunque tuviese trabajos, se serviría mucho Dios, y que para este negocio del monasterio convenía ausentarme hasta ser venido el Breve; porque el demonio tenía armada una gran trama, venido el Provincial; que no temiese de nada, que Él me ayudaría allá. Yo quedé muy esforzada y consolada» (V 34.2).
En conclusión, los arrobamientos continúan la labor emprendida con la oración de unión, y consisten en una fuerte experiencia amorosa mediante la cual la persona se siente totalmente amada, y perdonadas sus culpas pasadas. Sellan el desposorio espiritual, y el Amado y la amada quedan comprometidos hasta consumar el matrimonio. Y, junto a las «hablas», van preparando al verdadero amador a ser creativo en la sociedad y en la Iglesia.
(Remito a una página teresiana muy interesante. Entre otras cosas, hay un diccionario Teresiano. La foto sigue siendo de Free Stocks photos. La música de Chopin).
4 Comentarios
“La mística parte de la vida y vuelve a ella renovada”. En este camino de ida y vuelta creo que se encuentra la vigencia teresiana. Es eso en lo que insistes, lo que enseñas.
Así es, en mi opinión
Me ha encantado. Sobre todo el sacramento de la reconciliación, para mí es esencial.
Le dedicaré al menos un post en concreto, explicando una nueva forma de ver del sacramento que, sin rechazar lo heredado dé otro sentido al sacramento